Adiós Borola
Por Liz Mireles
El fin de semana pasado murió una de mis mascotas. Mi perrita chihuahua tenía 10 años conmigo. Era parte importante de la familia y sentí mucho su pérdida. Mis hijos me preguntaron si se me habían muerto más mascotas, a lo que respondí que sí, aunque no recuerdo alguna otra muerte más sentida que ésta. A lo largo de mi vida, he tenido muchos animales, pero no tengo registro de todas las pérdidas, algunos se fueron de la casa, probablemente a morir solos.
Cuando era niña y vivía en Matehuala, teníamos una gata. Se llamaba Susú. Mi madre le puso ese nombre porque en una de las páginas del libro mágico cuando yo estaba en primer año de primaria, venía un ejercicio para aprender la letra “s” a través de su repetición de la sílaba su, se formaba la palabra Susú a lo largo de la hoja de papel mantequilla, sobre el cual calcábamos los trazos en letra manuscrita para ejercitar la caligrafía. Así, fue nombrada la gata. Era de color blanco con algunas manchas blancas, no la recuerdo muy bien. Tenía probablemente los ojos verdes.
Cuando llegaba mi papá en la noche de su trabajo, abrían la cochera y la gata se ponía justo en el centro, en la entrada. Yo siempre sentía mucha angustia porque imaginaba que la apachurrarían. Pero ella, sabía bien cómo moverse por delante del auto.
No recuerdo su muerte, pero si recuerdo a su sustituto con mucha claridad. “Vago” era un gato que llegó a la casa y lo adoptamos. Blanco con manchas anaranjadas y negras sobre su pelaje formando dibujos irregulares. Después de unos meses, me di cuenta que no era un macho, era hembra y tuvo gatitos. Los gatitos son las criaturas más tiernas que he visto, son listos, agresivos y valientes.
Después vinieron Kity, Larry, Fabriano, Benito y Maclovio. Sentí mucho la muerte de los dos últimos en particular.
Sin embargo, los perros son diferentes. La compañía que brindan es más cálida. Los gatos son lindos, elegantes, listos y casi independientes. Pero los perros son callados, expresivos, nobles, fieles e incondicionales.
Cuando adopté a Borola, había tenido pocos perros, pero no había vivido con ninguno por más de 1 o 2 años. Ella era una chihuahua de color café. Tenía las orejas grandes, muy erectas. Su cuerpo era muy delgado y cuando caminaba, levantaba una pata dando la sensación que saltaba como las niñas cuando suelen jugar. Ella a diferencia de muchos chihuahuas, no temblaba. No demostraba su nerviosismo. Le gustaba mucho tomar el sol. A veces, se sentía tan caliente, tirada en el piso disfrutando plácidamente esos momentos.
Nos acostumbramos rápidamente una a la otra. A mí me gustaba recostarme en el sillón y ella de inmediato se subía encima y se acomodaba. Podíamos pasar un buen rato ahí. También salíamos a caminar, ella caminaba justo detrás de mí, entendía todas mis órdenes y nunca me desobedeció. Tuvo cachorritos sólo una vez. Dio a luz a tres perritos al mismo tiempo que yo cuando tuve a mis gemelas. Recuerdo los días de puerperio; ambas descansando junto a nuestras crías.
Hace unas semanas comenzó a dar señales de enfermedad. Pasó los últimos días en la veterinaria, consulta tras consulta, tratamientos, cirugía, etcétera. Cuando le dieron el alta, la fui a recoger y se alegró mucho cuando me reconoció. Fue la última vez que la vi contenta. Esa tarde volvimos a nuestro sillón, pero ella temblaba. Se durmió, pero ya no despertó.
Cuando la revisé, sus ojos estaban muy diferentes, su cuerpo muy frío, ella ya no podía sostenerse. La cargué, la abracé despacito y sentí su último aliento, como si tan sólo esperara mis brazos para morir en paz. Sus ojos se apagaron, así como un pedacito de mi corazón.
Voy a extrañarla.