10 julio, 2018

Amigas

Por: Liz Mireles

 

Cuando estaba en la primaria, tenía un grupo de amigas. Teníamos una especie de club. Nos reuníamos con frecuencia alternando la casa de cada una. Las que teníamos hermanos, los incluíamos de vez en cuando en la reunión cuando tocaba en nuestra casa.

 

Era divertido. Yo esperaba con mucho entusiasmo esos días. A veces, nos juntábamos desde la hora de la comida, nos instalábamos en el comedor, la sala o alguna habitación de la casa de quien era anfitriona. No sentía que había competencia entre nosotras, no había que esmerarse por tener la última muñeca o el mejor reproductor de casetes. No nos medíamos por lo material. Nuestra relación era sincera, transparente y honesta.

Lucinda, Jeny, Bere y Chelo; juntas pasamos tardes increíbles.

 

Ahora después de muchos años, sólo he visto personalmente a dos de ellas. Cuando me reencontré con Lucinda, hacía unos 20 años o más que no la veía; digo veinte y se me hace eterno ¿cómo puedo contarlos y sentir que no han pasado? Así nada más, buscando dentro de mi cabeza, de mi corazón y dentro de las columnas con pequeñísimas letras de las páginas blancas del directorio, un código numérico, unos dedos marcándolo, una voz que contesta y otra que reconoce, dos voces traducidas a una imagen, una imagen tirando de un recuerdo, dos niñas, dos mujeres; las mejores cartas de las monjas; la alta, la bajita, las güeritas del salón, las confidentes, las tardes en tu casa, los choques de auto frente a mi casa, su mascota exótica; nuestros caminos que se separan, nuestras vidas que continúan.

 

Pasé toda una mañana con ella poniéndonos al día. Después de esa reunión siguieron unas cuantas, me ayudó con mi dieta en el embarazo de las gemelas, pero ahora de nuevo hemos perdido contacto. Es difícil retomar el ritmo de una amistad cuando hay muchos años y cosas de por medio.

 

A Chelo, a Jeny y a Bere, las encontré por las redes sociales. Sé algo de sus vidas así como ellas de la mía, sólo aquello que permitimos saber. El número de hijos, la cotidianeidad de la vida en época escolar, los cumpleaños, aniversarios. He visto las fotos de las mamás de algunas de nosotros. Benditas mamás que hacían nuestros encuentros posibles. Sin ellas, seríamos sólo un grupo de amigas que se veían en el colegio. Nuestras madres fortalecieron nuestra amistad. Nos llevaban, nos recogían, hacían todo para que sin que nosotras lo notáramos, la tarde fuera perfecta.

 

Finalmente un día que fui a Matehuala pude ver a Consuelo, me dio un enorme gusto, he procurado seguir en contacto con ella. Fue la primera en llamarme cuando murió mi hermana; me fue a buscar cuando tuve que ir a Matehuala y me acompañó toda la mañana en los trámites administrativos. No paró hasta que me dejó en casa. Lo hizo a pesar de no tener que hacerlo. Eso es nuestra amistad, una compañía que no necesita pedirse, un abrazo que reconforta y a veces un silencio que calma.

Me gustaría algún día poder coincidir con todas. Sé que no es fácil, ya no vivimos todas allá, hemos trazado nuestras vidas por diferentes caminos y profesiones. Sin embargo, no pierdo la esperanza de juntarnos una vez más y hacer por un par de horas todo aquello que nos atrevíamos a hacer: escuchar música, ver videos grabados de la televisión, jugar serpientes y escaleras, peinarnos, cantar, dibujar, ver nuestras colecciones, no sé, no recuerdo todo lo que hacíamos, pero esos momentos quedaron en mi provocando un sentimiento muy hermoso cuando pienso en ello.

 

Sería extraordinario.

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