Apuntes sobre los pueblos chicos
12 mayo, 2019

Apuntes sobre los pueblos chicos

Por Alejandro Contreras Ramirez

 

Son pocas veces, las que podemos darle forma a las cosas, a eso que describimos como lo cotidiano, entenderlo y crear a partir de ello. Poder pintar un cuadro completo con esto o escribir una obra literaria sobre estas circunstancias. Creo que quien puede lograr tales hazañas, ha sido porque lo único que ha buscado, es la sinceridad de lo que se vive y no más que eso.

Tenía en mis manos una lectura que me habían recomendado, “Marianela” una novela de corte realista del escritor español Benito Pérez Galdós; obra ubicada en un pequeño pueblo minero que retrata las desigualdades, la vida solitaria y la crueldad de eso que sucede diario, la vida. También en ella encontramos una puerta para descubrir en sus personajes, valores y virtudes profundas que se guardan en el ser humano.

Resulta difícil no encontrarnos entre las letras, es casi imposible no sentir que el lugar o la circunstancia que se describe en la lectura, no es la de nosotros o al menos, una parte. Ese es el poder de la lectura, encontrarnos en esos lugares, en ese momento en donde el libro se convierte en una conversación personal entre el escritor y el lector.

Llegando a este punto de confianza, los lectores tratamos de buscar de forma consiente o inconsciente algunas respuestas a problemas pasados, circunstancias establecidas o problemáticas emergentes. Pareciera que el ser humano se mantiene en una búsqueda interminable.

Entre las páginas encontré una opinión que en un acto de ratería literaria tomó mi atención; Benito Pérez Galdós hablaba reflexivo sobre el positivismo de los pueblos y expresaba lo siguiente:

“…Hay una plaga más terrible, y es el positivismo de las aldeas que petrifica a millones de seres, matando en ellos toda ambición noble y encerrándoles en el círculo de una existencia mecánica, brutal y temerosa. Hay en nuestras sociedades enemigos muy espantosos, a saber: la especulación, el agio, la metalización del hombre culto, el negocio; pero sobre estos descuella el monstruo que, a la callada, destroza más que ninguno: la codicia del aldeano.

Para el aldeano codicioso no hay ley moral, ni religión, ni nociones claras del bien; todo esto se resuelve en su alma con supersticiones y cálculos groseros formando un todo inexplicable. Bajo el hipócrita candor se esconde una aritmética parda que supera en agudeza y perspicacia a cuanto idearon los matemáticos más expertos. Un aldeano que toma el gusto por los ochavos y sueña con trocarlos en plata, para convertir después la plata en oro, es la bestia más innoble que puede imaginarse; tiene todas las sutilezas del hombre y una sequedad que espanta.  

Su alma se va condensando hasta no ser más que graduador de cantidades. La ignorancia, la rusticidad, la miseria en el vivir completan esta abominable pieza quitándole todos los medios de disimular su descarnado interior”.

Quien este familiarizado con estos entornos, podrá encontrar en el texto que escribe Benito Pérez Galdós algunas verdades profundas y otros cuantos temas para poner sobre la mesa.

Resulta en una suerte triste, observar como una parte de la sociedad lanza los dados y de un día a otro inicia una lucha mezquina contra el progreso que se pretende lograr.

En su autobiografía llamada Ulises criollo, José Vasconcelos habla sobre esta conducta en nuestro país, describe en ella, cómo las poblaciones rurales se han tenido que enfrentar a este elemento salvaje que carcome nuestros pueblos, ese elemento que se rinde ante la codicia o en palabras de Ignacio Manuel Altamirano, ese elemento que representa sus deseos en un orden extravagante, falto de estética, impulsado completamente por la ignorancia, abusando de muchos para el beneficio intrascendente de pocos.

Nada cambia en nuestros pueblos para que dejen su forma primigenia y al mismo tiempo, al volver, no los encontramos igual.

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