Déjà vu maternal
Por: Liz Mireles
La segunda vez que quise convertirme en mamá fue algo desgastante, me había rendido al primer intento. A pesar de haber pasado por un proceso similar con mi hijo mayor, este segundo tratamiento me agotó muy rápido, toda mujer que haya pasado por esto sabe de lo que hablo: visitas programadas al ginecólogo, hormonas, inyecciones, ultrasonidos y tanta cosa que significara un oportunidad para concebir de nuevo, sumado a las presiones sociales y familiares donde todo parece girar alrededor del siguiente paso natural mal etiquetado, ajeno e indiferente a la frustración de no tener las cosas fáciles.
Así, decidí dejar por la paz aquel estrés, un año después, comencé a notar sutiles cambios en mi cuerpo, un cansancio por demás extremo, una sensación de vacío en la boca del estómago, naúseas; lo comprendí de inmediato y tan pronto como pude me hice la prueba casera, mi asombro era grande, esa misma tarde me lo confirmó el médico. Me sentía feliz.
Pero todo se pondría más complicado, en la siguiente revisión, al realizar el ultrasonido, el doctor se quedaba pensativo, no decía nada, empecé a preocuparme y al final soltó las palabras más impactantes de mi vida hasta ese momento: ¡son dos!
¿Dos qué? Dos bebés.
Un par de embriones en la pantalla, claritos, uno frente al otro, dos latidos, dos vidas, dos.
A partir de ese momento todo es un déjàvu constante, como aquel que sentí cuando nacieron, escuché un llanto, los médicos limpiaron a la bebé, la acercaron a mi para conocerla, después de 9 minutos, resonó otro llanto, se repitió el procedimiento y vi a la segunda, ambas perfectas, pequeñas, fuertes y sanas. No pudieron pasar más de una hora separadas, las enfermeras no lograron callarlas y al final del día durmieron juntas en la cuna.
Esa segunda vez lo cambió todo para todos.
Me maravilla la increíble capacidad del cuerpo, desarrollar seres tan perfectos de pies a cabeza, me preocupé después por la economía, desde antes de que nacieran casi todo lo he pagado doble, no hay 2×1, no es verdad que donde come uno comen dos, ni donde duermen, juegan, se bañan, corren, estudian; ser mamá de múltiples es sentirse impotente por no tener cuatro brazos, dos bocas o más tiempo, paciencia y fuerza; cuando ambas lloran y alimentarlas pierde toda la ternura que las fotos posadas reflejan, cuando no queda más que unirse al llanto de ellas por no saber diferenciarlas aún; rendirse, levantarse y guardar esa frustración en una respiración profunda, replantear la estrategia, improvisar para calmar su angustia y al final, disfrutar del silencio cuando duermen, sincronizarse con su respiración, desconectarse de horarios y poco a poco introducirlas a mi mundo.
Pasaron las semanas antes de darme cuenta que tenía que volver al trabajo, no quería hacerlo, ser esa mujer moderna, organizada, multifuncional y eficiente, estaba por debajo de mi mayor prioridad en ese momento. ¿Acaso era malo? Recuerdo haber llegado al escritorio, a ese teléfono que nunca paraba de de sonar, recordé el ritmo del trabajo, me senté frente al monitor, me sorprendió con la mente en blanco a la mitad el día, lejos de ahí, con el pensamiento detenido en mis pequeñas hijas que a partir de ese día despertaron en unos brazos extraños en medio de un silencio que se rompió con su llanto.
Han pasado catorce años de ser mamá, de coleccionar tantas cosas que los hijos dan, recuerdos buenos, otros amargos, algunos dolorosos, maravillosos; cada etapa que atraviesan me intriga, cada ocurrencia, pregunta o discusión siempre me llevan a cuestionar si hago bien las cosa; tengo casi la misma edad que tenía mi madre cuando enfermó, mis dos hijas son de la misma edad de una de mis hermanas en ese entonces, 6 años solamente. El último recuerdo que tengo de ella, radiante alegre y activa; es haberme despedido antes de irse al hospital. Ahora me embarga una infinita nostalgia al pensar cuántos años tengo sin ella, cuántas cosas han sucedido que no pudimos compartir; cuando abrazo a mis hijas, me siento ellas y yo misma soy mi madre, me siento conectada a ella. La extraño profundamente, me cuesta pensar en eso que constantemente me dicen, que me ve desde donde está, que me cuida, que cuento con ella, pero me parecen vacías esas palabras, el único lugar donde sé que estoy cerca es en el panteón, cuando la visito y lloro como mis hijas cuando sienten miedo, se lastiman o necesitan de mis brazos, donde todo se resuelve.