DÍA DE MUERTOS
Por Silvia Rodríguez Castillo
No recuerdo cuantos años tenía cuando fuimos por primera vez al panteón, dice mi prima que desde que teníamos siete años. Lo que si tengo presente son los preparativos de mi tía María para recibir, decía, a las almas que vienen cada año a visitarnos: agua para mitigar a los sedientos, pan, elotes, calabazas cocidos con piloncillo, la veladora encendida para guiarlas con su luz y fotos, varias fotos, hasta la de Pancho Villa. Todo colocado en el altar junto a la imagen de la Virgen de Guadalupe, del rosario y del crucifijo; sin faltar, claro, las flores y el papel picado.
La víspera de ese día me producía un doble sentimiento, pues llegado el momento, me regocijaba el caminar por las calles aledañas al cementerio, donde las marchantas ofrecían sus mercancías y el muchacho aguador y el acicalador de cruces prometían mejorar el precio del trabajo. El olor a cempasúchil inundaba mis pulmones, la miraba se detenía en los puestos de vendimias con tarimas cubiertas de muertitos y calaveritas de azúcar, de trompadas rellenas de coco, de jamoncillos y de polvorones. El bullicio de la gente y la promesa y la promesa de que al regreso me comprarían algo de esas ricas golosinas me animaban. Luego, el andar por los estrechos callejones, entre lapidas, mausoleos y tumbas, el palpitar del corazón se aceleraba. Apenas nos acercábamos al montoncillo de tierra al pie de la cruz de madera, mi tía dejaba escapar ese llanto lastimero que hacía que mi prima y yo permaneciéramos muy juntas, tomadas de las manos, con un nudo en la garganta que nos impedía articular palabra, impotentes ante el dolor de una madre.
La primera vez la oímos llorar así, fue una tarde de otoño, luego que se escuchó un ruido semejante al que se produce cuando a un baño de lámina se le golpea con una piedra. Después, fue un correr de la familia, gritos angustiosos pedían ¡un doctor! ¡un doctor! … nada… por un instante, seguido de ese llanto desgarrador de mi tía. Ahí estaba el cuerpo de Jesús con un pequeño hoyo del tamaño de mi pulgar junto al ombligo. El rostro sereno, trasparente, resaltaba más las pecas de mi primo, como si en cualquier momento fuera a soltar la carcajada por una buena broma que nos había hecho. Pero no, las únicas que se movieron fueron las portadas de El Valiente y Juan Sin Miedo mostrando a sus personajes con camisas semi-abiertas, las gorras texanas y las pistolas plateadas, como si quisieran decirnos que en el desenfunde nadie los iban a igualar.
Hoy es día de muertos sin altar, ya no hay quien se ocupe de los elotes y las calabazas, solo mi prima dejo desde anoche sobre la mesa de la cocina, un vaso con agua y la veladora encendida. Vamos a ir al panteón, ya no a comprar muertitos de dulce, nos ocuparemos de pintar dos cruces, una blanca y otra azul con sus letras en dorado. Ya crecimos, yo tengo doce años. Prometimos no llorar, pues dice la gente mayor, que mi tía, a pesar de tanto hacerlo no logro sacar la piedra que le oprimía e pecho y que al contrario, fue creciendo como una bola de nieve hasta que le rompió el corazón,