Don Perfecto
Por Liz Mireles
…Con cariño en tu aniversario luctuoso…
El primer recuerdo que tengo de mi abuelo es verlo bajar la calle en su bicicleta, mi primo Joel solía llamarlo “Abuelo-búho”, imaginábamos que al tomar un poco de velocidad le salían alas a la bicicleta y se iba volando a su casa; creo que eso sucedió: hace un año partió hacia el infinito, llevando consigo casi 95 años de vida.
En su último año estuvo hospitalizado varias veces, cuando lo vi la primera vez, sentí que la edad le cayó encima, se veía pequeño, delgado, cansado. No me gustan los hospitales de color pistache, con sus policías mal encarados, de pasillos largos y señalética confusa; de cortinas azules dividiendo cubículos angostos, donde sólo cabe la cama de hospital; ahí estaba, sonrió al verme y me agarró las manos, las tenía calientitas y suaves. Platicamos mucho, me describió como llegó ahí, como el dolor era intenso, tanto que perdía el conocimiento y al despertar estaba desorientado.
-Yo venía a una boda- platicaba a las enfermeras- y el dolor me amoló. La tercera de mis nietas se casó.
Puso a mi primo a enseñarles las fotos, lo hizo ponerle música, bueno, volvió a ser el mismo de antes en pocas horas.
Lo vi levantarse tantas veces, me sorprendía su fortaleza, las ganas que tenía de vivir, la lucidez y el buen humor que siempre cargaba. Nada lo había vencido. Una noche me quedé cuidándolo; no pude dormir casi nada, no fue porque él se quejara, a pesar de encontrarse en un estado de salud muy delicado, con dos operaciones en menos de un mes, completamente en ayuno y postrado en la cama. No fue tampoco el vecino de al lado, escandaloso, malora y delirante. No fueron los ruidos del pasillo donde los murmullos del personal se escuchaban tan cerca como si estuvieran ahí mismo. Varias veces pasó un carrito con las ruedas desvencijadas, lleno de sábanas; dentro de un hospital no hay diferencia entre el día y la noche. Las luces nunca se apagaron, yo sólo veía la dificultad con la que él respiraba, desorientado por momentos, me sentí en medio del cuento de la «Noche boca arriba» de Cortázar.
No fue nada de todo eso, fue tal vez sentir lo frágil de la vida, la soledad de la vejez, el miedo a verme a mi misma, la indiferencia de los que dormían a pesar de todo; la respiración lenta de mi abuelo, el burbujeo de la máquina de oxígeno, las gotas del suero deslizándose dentro de su cuerpo. Fue extraño estar con él en silencio. Las pocas palabras que dijo me dieron a entender que estaba listo para lo que fuera. Salí con el corazón muy apachurrado, conteniendo las lágrimas.
Contra todo pronóstico le dieron el alta. Vaya fuerza la suya, sus ganas de vivir, de aferrarse a los suyos. Vivió cada momento al máximo como si la vida misma se acabara en ese instante.
Lo vi después sólo un par de veces más, la última vez la Navidad pasada. Le llevé una bufanda, le dije adiós, apretó mis manos, yo sentí que no lo vería más. Cuando mi papá me habló para darme la noticia. En el fondo de mi corazón la estaba esperando.
Durante todo el viaje a Matehuala pensé en él, al llegar a la funeraria, sentí el corazón apachurrado, recordé muchas cosas, viajamos juntos cantidad de veces, era un excelente compañero de viaje, nunca dejaba de hablar. Yo disfrutaba cada anécdota suya una y otra vez, no me aburrían. Me subí a la montaña rusa con él, yo moría de miedo, él lo disfrutaba; tuve la fortuna de tenerlo a mi lado 41 años; me vio crecer, a mí y a mis hermanas, se emborrachó en mi boda, vio nacer a mis hijos. Fue un gran apoyo cuando mi madre enfermó. Le gustaban los perros y se divertía haciéndoles travesuras. Tenía manías, rituales, rutinas y tesoros en su ropero, fotografías, . Decía palabras clave a manera de broma que sólo los que convivíamos con él a diario entendíamos. Vivió una vida plena y larga.
Siempre estuvo con nosotros, desde que me acuerdo. Trabajó en la tienda con mis papás, Don Heidy le decían algunas personas. Una vez una sobrina me preguntó que por qué le decían Perfecto a mi abuelo, así se llamaba. Y es que en el nombre llevaba su descripción. Aunque no hay ser humano perfecto, él lo era para mi. Vivió para y por su familia. Nunca le vi un gesto egoísta, tal vez me tocó sólo su faceta de abuelo cariñoso, trabajador y platicador. Pero
cuando ví a mis tíos con profunda tristeza marcada en sus rostros comprendí que nunca se está preparado para perder a nuestros padres, así tengamos unas horas de nacido, 5, 14, 16 o 60 años. Comparto y entiendo perfectamente la ausencia, el vacío, las cuatro letras con que los nombras: mamá, papá; las sílabas arraigadas hasta la raíz, profunda, plagada de todo aquello que sus nombres evocan.
Poco a poco fuimos llegando sus hijos, sus nietos, sus bisnietos, amigos, “compañeritos”. Caminamos hacia la iglesia principal en un modesto cortejo, por esas calles que seguramente él recorrió en bicicleta; los más fuertes cargaron el féretro, las mujeres decían oraciones en forma de cánticos, llenos de metáforas, la tarde terminó con su tumba cubierta de cientos de flores, dibujos hechos por mis hijas y la promesa de llevarlo siempre en el corazón.
Mi abuelo era música, sabiduría, palabras, consejos, fuerza. Su huella estará siempre viva, traspasará generaciones, su amor es tan vasto que alcanzará para todos, mientras su nombre brote de nuestras bocas renacerá en cada letra, de su recuerdo surgen sonrisas.
Te mando un saludo al cielo Abuelo.
Perfecto Gallegos
1922-2017