22 enero, 2018

El banco

Por Liz Mireles

Cada que entro a un banco, lo asocio de inmediato con mi papá, a su guardarropa con muchos trajes, colgados y ordenados con cuidado, camisas blancas de un lado y decenas de corbatas, calcetines oscuros y zapatos relucientes. Me gustaban en particular los diseños de las corbatas, las líneas que se combinaban de manera infinita en direcciones y colores. El olor de los trajes recién traídos de la tintorería y la textura de la tela tan lisa y elegante inundaban el armario.

A mí me gustaba llegar al banco cuando caminaba de la secundaria hasta ahí. Ya estaba cerrado pero el guardia me abría la puerta, me encantaba sentirme importante, me gustaba escuchar el “adelante señorita”. Subía las escaleras entre el ruido casi imperceptible de máquinas de escribir y calculadoras; los cajeros tenían siempre la cabeza abajo detrás de sus mostradores, me gustaba ver cómo sellaban documentos con extrema rapidez entre la tinta, el sello y el papel, luego separaban los amarillos de los blancos formando pequeñas pilas con ellos. Me sentaba en el sillón a un costado del escritorio de mi papá quien me saludaba sonriendo sin soltar el teléfono atorado entre su oreja y su hombro, tomando siempre notas; en aquel tiempo era sub-gerente. Me platicó que entró a trabajar a los 19 años como auxiliar en el departamento de cheques y de ahí fue escalando hasta llegar a gerente.

Fue de hecho su trabajo el que nos llevó a San Luis Potosí. Este cambio fue un parte aguas en la vida de la familia, algo importante, inmediato y sin retorno. Llegamos a una ciudad más grande, ruidosa, gris, impersonal, donde me fue difícil integrarme; me sentía atrapada en los minutos de traslado, siempre con frío. El cambio fue complicado, inexplicable y aterrador como subirme por primera vez a un camión urbano, sentirme observada y no saber cómo comportarme. Pasé de ser una chica sociable a una tímida e insegura. Esperaba con ansia el viernes para ir a Matehuala, pero con el tiempo también

dejé de pertenecer ahí. Los amigos crecieron, se alejaron, migraron. Quedé atrapada en un espacio y tiempo donde sentía que no correspondía a ningún lado. Sólo el banco me daba esa calma que necesitaba.

Al llegar, me sentaba en la salita de espera viendo el quehacer de los empleados, cerraba los ojos y me sumergía en los sonidos de la oficina, el ruido del aire acondicionado, los timbres de los teléfonos suaves y armoniosos, las voces como susurros. Me sentaba con mis hermanas sobre la alfombra, hacíamos la tarea y leíamos los folletos. No teníamos prisa, podíamos estar esperando por horas.

Pese a todo esto, nunca vi enojado o preocupado a mi papá, al menos no lo demostraba. Nunca atendió una llamada de trabajo mientras estaba con nosotros, su tiempo con la familia era único. No quiero imaginar si las comunicaciones fueran como hoy, la historia sería diferente.

Hace poco que lo acompañé al médico, al contestar el cuestionario para armar su expediente, descubrí todos los padecimientos que tuvo cuando trabajaba y me impresionó el no haberme dado cuenta de lo enfermo que estuvo a veces, siempre dedicado al trabajo, a su esposa enferma y a sus hijas. Su compromiso y responsabilidad se caracterizaron de una puntualidad impresionante, cuidaba al máximo su relación con los clientes, también con el personal a su cargo, siempre era amable, aún hasta poco que fui a un banco, el ejecutivo que me atendió al ver mi apellido me preguntó si era algo del Sr. Mireles; envió sus saludos y vi en sus ojos ese brillo que surge cuando se recuerda a alguien con aprecio.

Yo no lo imaginaba fuera de ese ambiente. Un día sin embargo, terminó su relación laboral con el banco y me preocupé. ¿Qué haría con todo ese tiempo libre? Desconectado y alejado de lo que día a día por más de 30 años hizo. Decir que no le afectó sería incierto, pero si algo he aprendido de él, es encontrar fortaleza y optimismo ante la situación más

difícil. Levantó un nuevo emprendimiento, algo que lleva haciendo desde que era pequeño, a mí me encanta escuchar todas las historias de sus negocios, mi favorito es su fallido intento de cuando vendía refrescos a los pasajeros del tren, su primer y único cliente no terminó a tiempo su botella y al comenzar a avanzar, aventó el envase hacia fuera y cayó sobre el suelo, rompiéndose. Así como esa anécdota tiene muchas, al igual que todas sus ideas emprendedoras, creo que llevo en la sangre ese espíritu creativo. Tomó todo lo bueno que aprendió en esos años y los transformó en su impulso.

Mi papá se despidió de los trajes. Ahora sólo tiene uno o dos cuanto mucho, únicamente los usa para ocasiones especiales, sigue manejando la calculadora con una habilidad impresionante, los números y cálculos mentales los hace con facilidad. De esa época le quedó un gusto exquisito sobre vinos y carnes. Migró a la tecnología sin dificultad y es usuario asiduo de aparatos y gadgets. Nunca volvió a usar bigote y hace unos años dejó el cigarro. Ahora se queja de los bancos y su relación con ellos se reduce al cajero automático y es por supuesto mi asesor financiero.

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