El regalo
7 marzo, 2019

EL REGALO

Por Rosa Elena Chiw Gallegos

La escuela: organización completa, turno vespertino, seis maestros, un director y un supervisor que era como la lluvia en el Altiplano, raras veces caía por ahí.

¿La causa por la que no era muy supervisada? Es que era una escuela muy humilde, equipada con mesabancos binarios desechados de otras escuelas de la zona, de madera muy pesada, tal que cuando se hacía aseo era una verdadera proeza moverlos; cercana al Rastro Municipal, siempre olorosa a carne podrida, verdinegros enjambres de moscas enormes zumbando y chocando como turbulentos ciclones contra los cristales de las ventanas.

¡Ah! Pero eso sí, con un patio cívico recubierto de anhidrita, popularmente conocido como “la negrita”, material de construcción que en ese tiempo usó la Administración Municipal para pavimentar escuelas, que solamente lucieron para la fotografía inaugural, porque a los quince días se resquebrajaban pareciendo que sobre aquellos flamantes pisos hubiese caído un bombardeo.

Los niños: igual que su escuela y su entorno, cubiertos de la tierra caliza del semidesierto y también, cobijados de pobreza.

Los alumnos de cuarto de primaria contaban entre diez y once años de edad y cursaban aquel grado que me tocó atender; la mayoría de ellos eran trabajadores (sin ninguna prestación) del Rastro Municipal.

Los varones ayudaban en la limpieza de pisos, mientras que a las mujercitas las ocupaban para quitar las heces pegadas a los menudos de las reses que ahí se sacrificaban.

Los tres vientres de cada vacuno primero eran limpiados con un cepillo de resistente ixtle, después se sumergían en cubetas con una mezcla de ácido clorhídrico y agua, para, en ese líquido, restregar la superficie de la carne una contra otra, así como quien talla un calcetín, para finalmente enjuagar y echar la carne en grandes recipientes de metal.

Pues bien, ese trabajo lo hacían la mayoría de mis alumnas, de manera que sus pies y manos estaban constantemente hinchados, con laceraciones rojas, violáceas y negras por la acción del ácido en su piel, ya que esta labor la realizaban sentadas en un banquito o en cuclillas, descalzas o en chanclas de plástico para no maltratar los zapatos; sin guantes, porque así podían hacer su labor más rápido y con mayor precisión. El trabajo en el Rastro comenzaba a las cinco de la mañana y terminaban a las doce del día, justo para comer algo e irse a la escuela.

En esa rutina de vida escolar, llegó el 15 de mayo, “Día del maestro”. Los niños organizaron un festival que se presentaría a la hora de recreo, así como un sencillo platillo de ensalada de atún con pasta, lechuga, tomate y un trozo de chile en vinagre, acompañado de un vaso de agua fresca.

Las niñas de mi grupo bailaron y cantaron “La abeja reina”, con su sombrero tejano, blusa blanca del uniforme, falda de mezclilla y calcetas negras a falta de botas.

Al término de la fiesta los niños regresaron al salón, formaron una fila frente a mi escritorio; así, me fueron dando un abrazo y una gama de diversos obsequios: jabones de baño, barritas de chocolate, plumas, flores de papel y hasta servilletas bordadas por la mano de su madre.

Al pasar el último alumno, me percaté que al fondo del salón estaba de pie María Antonia quien sólo miraba mientras jugueteaba con sus dedos las pequeñas esferas plateadas de su collar de cadenitas, de esas donde cuelgan los cortauñas, que según me había contado en una ocasión, tardó más de un año en elaborarlo, ya que embonaba cadenita con cadenita que sus papás le llevaban de la pepena del basurero municipal, logrando armar un collar de plata –decía ella- que adornaba su infantil cuello.

Entonces, le dije:

­-María Antonia, ¿no me vas a felicitar?

-Es que no le traje regalo -contestó-

-Te estoy pidiendo un abrazo, no un regalo –respondí-

María Antonia se acercó. Yo la esperaba con los brazos abiertos. En un movimiento tomó su collar, lo levantó sobre su cabeza de cabello crespo desteñido por el sol, lo colocó en la palma de su mano áspera y gorda, en seguida me lo entregó mientras decía: “felicidades maestra”.

El contacto de su abrazo cálido hizo que mi corazón palpitara de prisa por aquel detalle. Es, sin duda, el más valioso regalo que recibí en mi vida de educadora.

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