LAS HERMANAS MEDRANO
Por Liz Mireles
Quien conoció a Don José, un lechero originario de Noria de la Cabra, coincidirá conmigo en la inmediatez del olor a leche fresca, bronca, de esa que ya casi nadie consume ahora. Si cierro los ojos, puedo recordar un halo de su aroma, ese olor a campo, a vaca, a alfalfa. Mi recuerdo más vivo es cuando hervía y a veces por descuido se derramaba y mi madre corría a la estufa para evitar el desastre. Me gustaba mucho con chocolate, también con plátano.
Lo veía pasar de regreso por la tarde hacia su rancho. Siempre me preguntaba qué se sentiría viajar en la volanta, se veía tan frágil, tan insegura, como si fuera plegable, hechiza, enigmática. No pensé en conducirla nunca, lo veía imposible, me ganaba el miedo, aún ahora, creo que atreverme sería un suicidio.
Mi madre, que era amable y platicadora, necesitaba ayuda en la miscelánea y en la casa. Tal vez, algún día, por casualidad, entre plática y plática, le preguntó a Don José si no conocía a alguien que quisiera trabajar con ella. Él tenía muchos hijos, hombre y mujeres, todos eran unos chiquillos. Lo pensó mucho antes de confiarle a su hija mayor: Vero. Así conocí a la primera de las hermanas Medrano; jóvenes, jovencísimas, bonitas, inocentes, trabajadoras, luchonas y honradas; de cabello largo, ojos pequeños color miel y piel trigueña, de cuerpos exquisitos y fuertes.
Comenzó una etapa distinta para ella, nos encariñamos muy pronto. En un gesto de confianza, mi madre nos dejaba ir a su rancho eventualmente. Estaba a escasos 25 minutos en microbús en aquel tiempo. Bajábamos a la orilla de la carretera y el resto del camino lo recorríamos a pie. Para mi, entrar en su mundo fue toda una aventura, dormí completamente a oscuras, encontraba gatos, perros, gallinas, mulas, vacas, cabras, puercos, insectos y bichos por todos lados. Me impregnaba del olor a tierra y recorría el lugar agarrada de su mano, presa de mis temores. Fueron experiencias que me hicieron descubrir
la naturaleza, más allá de mis mascotas. Sentí el trabajo como un espíritu de libertad, encontré otro mundo dentro del mío.
Un día pude subir a la famosa volanta, para ir a la milpa a comer elotes asados. Al principio me daba miedo, pero nada se comparaba con esa sensación del viento chocando con la velocidad en la cara, me aferraba a las maderas con todas mis fuerzas, admirando la maestría con que ellas dirigían a la mula que obedecía con inmediatez las órdenes. Yo era feliz cada que iba. Lo sentía como una extensión de mi casa, ellas se convirtieron en mis amigas, casi hermanas. Nosotros éramos “las niñas” y sin embargo casi teníamos la misma edad.
Hace poco que platiqué con Vero, me dijo que sólo había durado un año trabajando con nosotros, se casó muy joven. Yo siento que fue más tiempo. Recuerda con gran emoción, la vez que mis padres la invitaron a ir de vacaciones con nosotros; fuimos a Veracruz, conoció el mar. No recuerdo su expresión, pero sin duda habrá sido de asombro y pequeñez ante el sonido y el horizonte que se difuminaba ante sus ojos que intentaban permanecer abiertos mientras el agua mojaba sus pies clavándose lentamente en la arena de la playa.
Un año antes hacía nacido una de mis hermanas menores, de inmediato, se convirtió en su adoración. Vero era tan maternal y dulce. La recuerdo así, con la bebé entre sus brazos, cantándole, enseñándole a bailar y haciéndola reír hasta explotar en carcajadas resonando dentro de la casa llenándola de vida. La risa de un bebé es una especie de bálsamo que perdura entre el tiempo.
Al siguiente año, llegó a relevarla Rocío, más joven aún que Vero. Día a día se convertía en nuestra cómplice; recortábamos revistas y copiábamos peinados donde los copetes rubios eran moda ochentera; hablábamos a la radio y pedíamos canciones; hacíamos bromas por teléfono. Yo admiraba su destreza para bailar, nunca logré aprender pero me fascinaba verla con otra de sus hermanas, giraban y giraban con tal sincronía, el baile fluía de manera natural, como si de respirar se tratara pero al intentarlo mis pies nunca pudieron moverse igual. Me limitaba a observarlas, reíamos juntas. Crecíamos juntas. Iba con nosotras a todos
lados, al cine, al centro, a la plaza. Yo la sigo queriendo tanto como antes a pesar de la distancia y el tiempo.
Las hermanas Medrano, ya no despertaban con el canto de los gallos; el radio encendía el día, también el ruido escandaloso de los pájaros del parque de enfrente. Mi abuelo abría cerca de las 6:00 a.m. Ellas barrían la calle, recogían el bolillo en la panadería, preparaban las tortas para la venta del día. Arriba mi madre se encargaba de nosotras, nos llevaba al colegio y regresaba a almorzar con ellas. A esa hora, la Tía Mary había llegado, echando maldiciones y repartiendo bromas. Hacía trampa en la preparación de la salsa, la resquebrajaba en la licuadora para simular que la había hecho en molcajete, mi abuelo no se daba cuenta y comía sus huevos rancheros. El vaivén del día no paraba nunca, sólo un poco los sábados a mediodía, cuando después de bañarse tomaban el autobús a su casa.
Dividían su vida en 2 hogares: el rancho y el pueblo; los conejos y los gatos; entre su madre y la mía. Ahora que la extraño tanto, es hermoso escuchar a pesar del tiempo, el cariño en las palabras que la recuerdan como una persona cariñosa y comprensiva, justa, trabajadora y humilde.
Fue sin duda un período muy bello para todos, en ese mismo momento nunca pensé que las cosas cambiarían. Nada es eterno. Migrar, madurar y evolucionar es parte de la vida misma.
Mi nombre es Elizabeth –Liz- Mireles, soy originaria de Matehuala, allá nací y crecí mis primeros años de vida, tengo recuerdos muy felices de mi infancia.
Tengo más de veinticinco años que salí de Matehuala. Vine a San Luis con mis padres con la ilusión de volver algún día, pero con el tiempo, las cosas cambian, los planes se vuelven a trazar y la vida toma otro rumbo.
Agradezco a Arco Informativo, este espacio para compartirles algunos textos basados en mis recuerdos que tal vez estén un poco desacertados por momentos, parecidos a las fotos con filtros, pero que han sido un salvavidas al que me aferro para seguir haciendo de la vida una experiencia maravillosa.