La cajita de jade
7 marzo, 2021

Por Rosa Elena Chiw Gallegos

Era la noche del 13 de agosto de 1521, la Gran Tenochtitlan había caído ante el ataque despiadado de las armas españolas. Los templos estaban destruidos, las casas en ruinas, los canales de agua que atravesaban la ciudad cubiertos de una nata sanguinolenta que inundaba el ambiente de un doloroso olor a muerte.

En medio de esa gran confusión, la pequeña Yolotzin, niña tenochteca vagaba sola por las avenidas de su querida ciudad ahora derrotada. Al darse cuenta que, de su familia era ella la única sobreviviente, tomó la delicada cajita de jade que su madre le había regalado.

En esa caja, -le había dicho su madre- está guardado el Gran Espíritu Águila que los Dioses han destinado para nuestra nación, si algo pasara Yolotzin –indicó la madre- debes defender si es necesario, hasta con tu vida el contenido que guarda este Jade Sagrado.

Y así, en medio de aquella terrible noche de dolor, Yolotzin fue alejándose de la ciudad. Y empezó a caminar durante días y días. En las noches buscaba refugio en alguna cueva y pareciera que el Conejo de la Luna la cuidaba, pues durante todo el tiempo que caminó, la Madre Luna siempre la iluminó. Atravesó llanuras, ríos, bosques, lagunas, extensos y verdes valles, subió y bajó cerros pedregosos de donde brotaban tibios y delgados manantiales de agua cristalina, pues lo que quería era alejarse de aquellos extraños y pálidos hombres malolientes cubiertos de pelo y caparazones metálicos que masacraron a su pueblo.

Así, poco a poco iba adentrándose en el desierto de tierra alba y arenosa donde crecían los mezquites cuajados de vainas rojas y dulces, nopales de una infinita variedad de formas, tamaño y verdor coronados de jugosas tunas rojas, naranjas y amarillas, con sus amenazantes lanzas plateadas como de puerco espín, biznagas gigantes en forma de cabezas de dioses monumentales, magueyes enormes, sábilas que lucían delicadas y coloridas flores salteadas de mariposas, abejas y colibríes que revoloteaban en medio de sus carnosas pencas y los cactus esbeltos y altos, que tenían la apariencia de hombres en posición de ataque con sus brazos y piernas acostillados con finísimas filas de espinas diminutas y mortales. Entonces, una mañana, cuando el Padre Sol la despertó, se sorprendió al ver que aquellos cactus tenían movimiento y se acercaban a ella.

Y… ¡oh sorpresa!, no eran cactus, eran hombres y mujeres color ceniza como brotados de las grietas de esa tierra dura y áspera, estaban cubiertos de lodo seco, algunos con sendos copetes de pelo rojo, otros más con bonetes de cuero colorado; eran los habitantes de la Nación Chichimeca quienes la miraban con curiosidad y sobre todo la cajita verde que Yolotzin tenía abrazada.

Como la niña no hablaba la lengua chichimeca, con señas y dibujos sobre el suelo les contó lo que había sucedido en Tenochtitlan.

Aquellos guerreros que manejaban con maestría el arco y la flecha, los guachichiles, los hombres – perro (como los llamaban los azteca), se conmovieron y se lamentaron ante el llanto de Yolotzin y le dijeron que en la Nación Chichimeca, el Espíritu Águila y ella misma, estarían a salvo. Ellos se encargarían de protegerlos.

Después, llevaron a Yolotzin a un vasto llano escondido entre las montañas donde crecían y habitaban en libertad los nopales y toda la variedad de plantas y animales del desierto. Lo llamaban El Gran Tunal.

Aquí, -le indicaaron a Yolotzin- puedes liberar al Gran Espíritu Águila para que tu nación no muera. En seguida, Yolotzin abrió la cajita de jade y de ella salió una enorme y majestuosa águila mexicana que extendiendo sus hermosas alas voló sobre el Gran Tunal y fue a posarse en el nopal más grande de lo que ahora es mi querido Altiplano Potosino.

Con amor, para Nicté Ha Matehuala, S.L.P. 4 de octubre de 2018,

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