Viaje
Por: Liz Mireles
Este fin de semana pasado, hice un viaje con mi padre y mis hijas a Matehuala, donde pasé los primeros 14 años de mi vida. No voy seguido porque ya casi no conozco a nadie, la ciudad se me hace tan ajena, las calles antiguas conservan aún algo de lo que recuerdo y las calles nuevas las desconozco.
Recuerdo que cuando recién nos mudamos a San Luis, íbamos cada semana a Matehuala; cuando mi papá salía del trabajo, nosotras ya estábamos listas para irnos. Llegábamos tarde. Era bonito seguir el atardecer hasta que todo quedaba oscuro, con el cielo estrellado y las luces de los autos pasaban como ráfagas a nuestro lado. Aún no había autopista; de hecho, fuimos testigos de su construcción. Cada semana veíamos el avance. Yo aprendí a manejar en carretera, yendo y viniendo durante años por el mismo camino, lo conozco de memoria. Pocas cosas han cambiado, pero los cerros siguen, las palmas no se acaban.
Ya no se venden animales en la orilla de la carretera, al menos no a simple vista. Me daba miedo esa parte. Veía a los niños con los cueros de víbora en sus manos y no podía evitar sentir un escalofrío al imaginar cómo los cazaban. No entendía en dónde vivían, dónde estaba su escuela; no sabía que tanto tenían que caminar para llegar ahí. El desierto en ese lugar es desolador. Eso tampoco ha cambiado.
Pasando el Huizache la carretera es toda recta. Es una referencia pasar por ahí, después de cruzarlo, ya se siente uno en Matehuala. Tras el puente que lleva a Charcas es inminente distinguir la iglesia o el cerro del Fraile. Cuando se llega de noche, las luces que se ven a lo lejos me dan la sensación de estar en casa, como si el pueblo me abrazara y me preguntara ¿cómo te fue?
No sé por qué pero siempre siento mucho calor cuando llego, aún en Navidad. Me gusta apagar el aire acondicionado del auto y bajar las ventanillas. Me gusta mucho pasar frente a la central de autobuses; me encanta el Parque Álvaro Obregón, de inmediato siento tranquilidad. En ese momento, para mi, el tiempo corre más despacio y me sumerjo en su ritmo. Me olvido del celular, me concentro en la ciudad, reconociendo cosas nuevas, recorriendo lugares comunes, calles y negocios de siempre, gente vieja, gente nueva. Me gusta escuchar el radio también, así conozco un poco de lo actual, siempre que lo enciendo recuerdo mucho un anuncio…¿No ve bien? ¿No le sirven sus anteojos?… Algo así decía el comercial. Juraría haberlo escuchado aún hace unos años atrás todavía, no sé, a lo mejor lo imaginé.
El motivo del viaje fue continuar con una tradición que mi abuelo comenzó. En mayo o junio se reza un rosario a una virgen estampada en una piedra que encontró hace mucho tiempo. Ahora que él murió, mi tía Carmen continúa preservando su legado. Es la segunda fecha en el año en que se reúne la familia, pero este año fuimos muy pocos. A nosotros, nos toca apoyar, a mi me tocó acomodar las flores, otros primos servían la comida, mis tías ayudan en la cocina, las niñas ofrecen flores, todos encontramos siempre algo en qué ocuparnos. Acude mucha gente, muchas amistades de mis tías que me vieron crecer y que me dicen Licita. Yo, las saludo y me alegra ver caras conocidas, aquellas en las que me reconozco de niña.
Si pudiera describir lo bien que me siento allá no podría. Son tan pocas las horas que paso en Matehuala que no me alcanza el tiempo para hacer todo lo que quisiera. No quiero dejar de platicar con mi familia, las anécdotas de mi tío Juan son tan amenas, divertidas y encantadoras; me gusta comer lo que me dan, los regalos que recibo son inesperados, la calidez de todos es hermosa.
Este año me quedé en mi antigua casa. Está un poco descuidada, tiene lo mínimo pero suficiente para la corta estancia, tenemos agua caliente, una micro cocina, camas cómodas y aunque no fuera perfecta, es el único lugar donde el pasado y yo nos abrazamos, reencontrándonos dentro de mi habitación llena de recuerdos entrañables. Quise de pronto volver en el tiempo y aferrarme a esa vida tan perfecta de mi niñez. Mis hijas y yo dormimos ahí tranquilas, sintiéndonos como en casa. A veces me recuerdan a mi hermana y a mi cuando éramos pequeñas, jugando todo el tiempo, inseparables y ruidosas.
Nos regresamos el domingo, a medio día para llegar temprano a San Luis, dejando atrás fragmentos de una vida que se antoja repetir.
Te extraño Matehuala.