3 abril, 2018

Nadar

Por Liz Mireles

 

A mi me gusta mucho nadar.

Aprendí a hacerlo cuando era pequeña, después de un accidente que pudo haberme costado la vida. Era un día muy caluroso, habíamos ido otras veces a Aramberri, Nuevo León. No he vuelto por allá en años. El recuerdo que tengo son paisajes bellos entre las montañas, de una naturaleza exquisita, recuerdo el río a un lado del balneario. Para mi hermana y yo era divertido pasar el día allá. Más cuando íbamos con mis primos. El viaje no era tan corto pero la emoción de salir de la rutina era mayor que la impaciencia por llegar. Cerca de Matehuala hay sitios mágicos. Éste es uno de ellos, un poco más allá también están las cascadas. Para llegar tomábamos la ruta de Dr. Arroyo hacia Aramberri y seguir hasta llegar a Zaragoza. El paisaje ahí es espectacular. El agua está fría y su sonido cayendo estremece y emociona.

A mi papá también le gustaba mucho nadar, hasta la fecha le encanta. Yo heredé el gusto por el agua también.

Recuerdo perfecto el día que caí a la alberca porque me acerqué demasiado. Estiré la cabeza hacia abajo y perdí el equilibrio. Duré pocos segundos sumergida. Todos alrededor se dieron cuenta y el heroico Miguel se lanzó al agua y de inmediato me rescató. Mi madre estaba muy angustiada. Afortunadamente no me pasó nada. No recuerdo que edad tenía con exactitud, abrí los ojos abajo del agua, lo disfruté y no entendí el peligro que corría. Mis padres si. En vez de castigo, a la siguiente semana comencé con mis clases de natación en el Club para prevenir otro accidente. Mi mamá pensaba que me aterraría enfrentarme al agua después del episodio reciente. Por extraño que parezca no sentí miedo, yo quería volver a estar adentro de ella. Las lecciones iban con calma, aprendí a flotar en dos minutos, en el lado bajo de la alberca. Todos los niños seguíamos las instrucciones, orgullosos de los

primeros avances. En pocas semanas logré recorrer la alberca y nadar en lo hondo, luego vino la lección del trampolín y la diversión era infinita.

A partir de ahí, las vacaciones eran algo que esperaba con entusiasmo, mis papás procuraban viajar muy seguido, casi siempre había alberca, a mi me encantaba conocerlas todas. Cuando íbamos al mar me metía sin miedo, la seguridad que tenía mi madre era el saber que aprobé el curso de natación y al menos ya no estaría en peligro, aunque no creo que su angustia haya desaparecido. Debo a mis padres el gran regalo de aprender a nadar y sobre todo disfrutar del agua.

Que bueno que nunca lo hice como disciplina, creo que no hubiera sido buena, tal vez la exigencia me habría consumido y quitado las ganas de nadar. Prefiero haberlo hecho por gusto.

Ahora cada vez que me sumerjo en la alberca, vuelven todos los sonidos de mi niñez a mis oídos y nado de lado a lado tantas veces como puedo para seguir escuchándolos. No quiero olvidarlos nunca.

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